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Tarkovsky y la importancia de la envidia en el arte

Por Amaranta C. Monterrubio


Era una tarde muy adolescente la primera vez que vi Andréi Rublev, la segunda película de Andréi Tarkovsky. Estaba en un salón de clase sintiéndome superior, como cualquier estudiante promedio de cine, y recuerdo que al finalizar la película lloré a mares enfrente de mis compañeros y de la profesora. No es que me haya dado exactamente vergüenza, porque llorar es algo que hago sin importar el lugar o el público, pero hubo algo que me estremeció: me había conmovido no la belleza, no la verdad, sino el miedo. Sentí tanto miedo que mi reacción fue brotar en llanto. Aunque vi el resto de la filmografía de Tarkovsky, nada me conmovió como Andréi Rublev.


En aquel momento sentí que la película me revelaba las dificultades por las que atravesaría si decidía dedicarme al arte, ya saben, muy romántica la cosa, el artista mártir de su llamado de la naturaleza para convertirse en mediador entre lo sagrado y lo profano. No niego que así sea, pero años después mi visión ha adquirido perspectiva.


Hace poco, cosa extraña, redescubriendo aquella película que tanto me emocionó, tuve otro tipo de reacciones. No opiniones, sino reacciones distintas en el cuerpo mientras transcurría la película, y una especialmente llamó mi atención. Hubo un momento donde abandoné el “oh, sí, el artista perseguido por el Estado”, “oh sí, el artista incapaz de creer en su propio talento”, “oh sí, bla bla bla”, cuando en el segundo capítulo de Andréi Rublev los monjes van caminando en la lluvia buscando trabajo como pintores de íconos. Y, ¿saben qué fue lo extraño que pasó? ¡Uno de ellos me pareció guapo! Vaya reacción “fuera de lugar” al ver una película de Tarkovsky que se expresa en términos de lo sagrado. El monje al que me refiero es Cirilo. Exacto, el que luce viejo, con una barba descuidada, el único que denota misterio. No podía dejar de verlo, me fascinaba. Un monje me atraía en una película de Tarkovsky. De Tarkovsky. Un monje. No lo recordaba de las veces anteriores que vi la película, incluso sentí que estaba viendo un filme completamente distinto del que vi en la adolescencia.


Cirilo parecía el más decidido de sus compañeros, con el traje pulcro y las observaciones más atinadas. Me encantó la idea de que hubiera un capítulo de la película dedicado a él, cuando conoce a Teófanes el griego, el encargado de pintar la Catedral de la Anunciación en Moscú. “Si vienes del Monasterio de Andrónikov, entonces debes ser Andréi Rublev”, señala Teófanes. Nuestro orgulloso Cirilo lo desmiente y reconoce que Andréi es un excelente pintor, pero a su arte le hacen falta fuerza y fe, sólo es bella a secas. Teófanes, entonces, le pide a Cirilo que lo ayude a pintar la Catedral de la Anunciación. Cirilo le dice que sí, que trabajará devotamente y sin pago con una condición: que Teófanes en persona vaya al Monasterio de Andrónikov y diga frente a todos los monjes (y frente a Andréi) que Cirilo es el elegido para acompañarlo.


Después nos trasladamos al Monasterio de Andrónikov y frente a toda la fraternidad, un mensajero anuncia que Teófanes el griego desea que Andréi Rublev lo ayude a pintar la Catedral de la Anunciación. Esperen, ¿Andréi? ¡Pero si iban a pedir a Cirilo! ¿Qué pasó allí?


Las reacciones de los amigos de Andréi son incómodas. No pueden ocultar la envidia y el desasosiego de sus talentos no apreciados. Uno de ellos, Daniil, le reprocha aceptar ese llamado sin tomar en cuenta a sus amigos. ¡Malagradecido! Pues quién se cree haciendo cosas sin preguntarle y dispuesto a vivir sin su compañía. Mientras tanto, Cirilo está aún más enojado. En un violento arrebato insulta a toda la fraternidad, los acusa de avaricia, a gritos agradece no tener talento, pues de esa forma es honesto frente a Dios. Después abandona el monasterio. Su perro trata de seguirlo, pero Cirilo lo asesina a palos. Vaya, este hombre ya no es tan atractivo.


Una vez que la violencia me separó de mis reacciones primaverales, pude preguntarme por qué en esta ocasión fue Cirilo quien llamó mi atención al ver la película y no Andréi, el protagonista, o el extraordinario Boris, creador de campanas. Sucedió lo siguiente: una vez que descendemos del pedestal de “El/La Artista”, somos capaces de apreciar que no sólo el artista es el protagonista del arte, hay muchísimos personajes a su alrededor, un contexto definitorio y distintos roles que permiten la creación de una obra. Sí, está la ubicación del artista; sí, está quien apoya al artista de crear; sí, está el mismo artista que crea; sí, está todo aquello que lo impulsa, lo anima, lo inspira y demás. Pero en esta ocasión me dedicaré a un personaje que es crucial que se encuentre cercano al artista y no se separe de él: el envidioso. Así es. Somos lo suficientemente católicos culturales para descartar a estos personajes porque la envidia es algo “malo”, “de mediocres”, es vergonzoso sentirla y ya no digamos expresarla. ¿Envidia yo? Pfff, ¿pero de qué?, piensa el envidioso, mientras al artista le place ser envidiado, hay que decirlo, pero también asumir el deleite que da ser envidiado es mal visto. ¿Es en serio que el envidioso tiene algún papel? ¿No sólo es uno de los amargos tragos colaterales de ser tan genial como soy?


“Tienes muchas envidias”, dicen los brujos y de inmediato atrapan al cliente. Dile a alguien que es envidiado y lo engancharás de inmediato, le agradarás probablemente y pedirá que le hables más de esas envidias. Este consejo les doy porque su amiga Amaranta soy.


Pero, a todo esto, ¿qué es la envidia? La palabra envidia proviene del latín invidia, derivado de invidere “mirar con malos ojos”. ¡Ajá! Ahí está el meollo del asunto. Mirar con malos ojos. Con malos ojos. Mirar. La envidia mira. La envidia atiende independientemente del sentimiento o la intención con que lo hace. En un mundo donde poca importancia se le da al arte de una manera sustentable y seria, el envidioso es quien más nos va a mirar.


Pensemos en las veces que un artista que aún no ha sido catapultado por la fama, el escándalo o el comercio, muestra su obra a sus colegas y esos colegas no le prestan atención; intenta con sus familiares sin resultado; con sus maestros, lo mismo; con potenciales inversores, no, bueno. Lleva ya un largo trayecto y apenas ha sido mirado. Los autores no mirados son los más desdichados. Pero hay un ojo ignorado, que lo mira desde lejos, y es el ojo del envidioso. Ese sí le ha seguido cada paso, cada anuncio, cada logro y cada tropiezo. El envidioso sí lo mira. Lo mira como nadie más lo hace. Lo analiza, lo piensa, lo alaba y lo critica en secreto. Lo ha seguido desde el principio y no se atiene al gusto público. El ojo envidioso trasciende elementos burocráticos y a fuerza de observar, es capaz de detectar la belleza invisible hasta para el propio artista. Vaya, ve lo bueno que nadie más ve, aunque le hiera.


Ahí tenemos a un Cirilo más consciente que el resto de los monjes del talento de Andréi, capaz incluso de formular una opinión de su obra: “Andréi pinta con delicadeza y habilidad. Pero le falta miedo y fe. La fe que viene del corazón y de la sencillez”. Para un artista no consagrado, es bastante. Pero, cuidado, con esto no quiero decir que todos los críticos son envidiosos, una idea a mi parecer totalmente simplista, quiero decir que el envidioso es capaz de hacer una crítica con conocimiento de causa sin que sea su trabajo o su deber moral con el artista. Incluso me atrevería a decir que el envidioso es el mejor crítico, no por lo que pueda decir, sino porque ha posado su ojo en aquella obra o en aquel artista, y su ojo es un “ojo del mal”, mirar con malos ojos, mirar con el ojo del mal. Nos dice Carl Jung en su Libro Rojo:


Al mal nada le resulta más valioso que su ojo pues, sólo gracias a su ojo, lo vacío puede asir lo resplandecientemente pleno. Debido a que lo vacío carece de lo pleno, está ávido de lo pleno y de su fuerza luminosa. Y la bebe mediante su ojo que es capaz de asir la belleza y el fulgor inmaculado de lo pleno. Lo vacío es pobre y si no tuviera el ojo, estaría desesperanzado. Ve lo más bello y quiere devorárselo para echarlo a perder.

El Libro Rojo, Liber Secundus, El Infierno, capítulo XII, C. G. Jung


¿Comienzo a expresar mi punto? ¡Sí! La envidia es un indicador de la belleza. ¿Alcanza a vislumbrarse entonces la importancia de la envidia frente a la obra y al artista? El mal es la sombra de la belleza, la busca incesantemente porque no la puede crear. Eso sí, no pensemos en el mal como la versión edulcorada y maniquea que nos trajo la religión de masas, sino en uno de los correspondientes (no opuestos) cruciales para nuestra cultura: el bien y el mal. Este último como la energía destructiva, la carencia, el hambre, la muerte, uno de los polos por los que viaja el péndulo que atraviesa el cosmos.



Cirilo es un monje estéril, ávido de reconocimiento, sin talento, pero con la capacidad de mirar. El mal mira a la belleza a través de los ojos de un monje. Ese Tarkovsky, un loquillo. Por medio de su envidia, el envidioso sublima su carencia, su necesidad, la estudia, la mira, la busca, y mientras lo hace, es una brújula insospechada de la belleza.


Si tu belleza crece, entonces el gusano atroz también se desliza hacia ti aguardando su presa. Para él nada es sagrado, excepto su ojo con el que ve lo más bello. Nunca abandonará su ojo. Él es invulnerable, pero nada protege su ojo; éste es delicado y claro, hábil para beber en sí la luz eterna. Él te quiere a ti, a la luz roja brillante de tu vida.

El Libro Rojo, Liber Secundus, El Infierno, capítulo XII, C. G. Jung


La importancia de la envidia es que mira a través del ojo del mal, que en su vacuidad aprecia lo bello, lo aprecia más que el cariño de los familiares o la virtud de los colegas. Aunque la envidia es una brújula falible y sujeta a muchas variables por su contenedor humano, puede ser un norte para el envidiado, pero más para el envidioso, me explico:


Para el envidiado, este ojo del mal que lo mira puede ser vivificante, renovador de energía cuando sus motivos y su creación se encuentren estancadas o sin otros ojos que miren. Recordemos que todo lo que recibe atención, crece. A cada uno de nosotros, cuando nos han faltado las fuerzas, nos ha impulsado el ojo ajeno, el qué dirán, la envidia agradable. Así pues, la envidia también puede ser propiciadora, para muestra un mensajero de Teófanes llegando al Monasterio de Andrónikov buscando a Andréi, cuando quien propició esa situación fue Cirilo.


Ahora hablemos del envidioso. En principio, es capaz de ver la belleza aún cuando no es tan evidente, la virtud, el talento ajeno que para otros podría parecer banal. Asimismo, esa envidia es norte de lo que busca para sí mismo, el vacío que debe ser atendido. Para blandir la envidia en nuestro favor, he de anotar, es necesario no identificarnos con ella, es decir, sólo somos portadores de la envidia, pero no somos la envidia en sí. El mal se nos aloja en el cuerpo para mirar la belleza, pero sólo somos un medio para su expresión, no el mal propiamente. Aquel envidioso que logre sobreponerse al mal que se instala en su cuerpo, podrá hallar su propia belleza. Porque sentir envida de otro no implica que no pueda hallarse el propio talento, el propio sendero o la propia belleza. Al contrario, pero es necesario no identificarse con la envidia en sí.


He aquí lo que ocurrió con Cirilo. Rechazando su inevitable envidia hacia Andréi, fue poseído por ella, durante muchísimos años se identificó con ella, con el goce que le traían las desdichas de Andréi, con su alejamiento de la pintura y sus rechazos para pintar la Trinidad. Pero el día en que se desafanó de ella, logró algo que casi ningún ejemplar de nuestra especie posee: la capacidad halagar. Más allá de pedir perdón, ser honestos y demás preferencias, ¿a cuántas personas conocemos capaces de halagar genuinamente, sin intenciones ocultas?


Si bien hay otros indicadores de belleza como el compartir, la empatía, el reconocimiento, le satisfacción, la plenitud y demás, escribo sobre la envidia con el propósito de abrir la posibilidad de que cada elemento, personaje y sentimiento es definitorio en la creación y ninguno es descartable, al contrario, cada uno es importante y en tanto cognoscible, aprovechable.


Eso sí, hemos de tomar en cuenta que la envidia para el envidiado no es brújula inquebrantable y es bastante falible. En resumen sólo puede ayudarle como impulso, mas no como verdad. Para el que envidia, en cambio, es más certera, pero también más oscura en tanto truculenta y críptica. Pensando, claro, que es un mundo que funciona perfectamente y el talento corresponde con la oportunidad para crear, pues aquellos casos en el que la envidia proviene de creerse más capaz, pero no recibir oportunidades para crear, sean de las instituciones, de las empresas, de la suerte, etcétera, es otra cuestión delicada. Lo político se convierte en personal. La consecuencia política y económica de apoyar o no a un artista, cimbra en lo más íntimo de los creadores. Cuántos no hemos pensado, ¿por qué le dieron la beca si ni crea? ¿por qué se ganó el premio si ni talento tiene? Para este tipo de resentimiento, empero, también es necesario volverse hacia las causas políticas, hacia el canon, hacia la suerte. Y ante esto, tal vez podríamos hallar luz en la recomendación junguiana de no seguir senderos ajenos, que no sólo no nos pertenecen, sino que están vedados. Si andamos por caminos de otros, sólo hallaríamos la imitación, la autenticidad nunca.


¿Por qué tomar en cuenta conceptos como la envidia, el mal y la belleza, nociones que se mueven en lo espiritual judeocristiano? ¡Si somos millennials y Dios es anticuado! Una noticia: el arte se mueve en las aguas de la religión. Aunque la obra no esté directamente ligada a la religión, expresa sus consecuencias. Independientemente de nuestras convicciones, creencias o reticencias, nacimos en una cultura judeocristiana hasta la médula y en ella se mueve nuestro sentir, nuestro juicio y por lo tanto nuestra creación. En lo personal, por lo tanto, me parece necesarísimo estudiarla y abrazarla, no para creer en ella, sino para estar conscientes de todo aquello que nos compone para adueñarnos de él y no al revés. Tarkovsky lo sabe y es ahí donde habita. Toda su filmografía viaja entre la tensión de los correspondientes: el bien y el mal, lo sagrado y lo profano, lo humano y lo divino. Es por eso que se expresa a través de símbolos y continúa llegando a nosotros como una ola que acarrea arena ígnea y agua aterciopelada, que quema y acaricia a la vez.


Considero que además, Andréi Rublev, es la única película que habla de manera tan completa de la creación artística, su viaje, sus roles, sus personajes, su contexto, su tierra fértil que desea dar a luz y su respectiva oposición, necesaria como la muerte. Tal vez la fascinación que me provocó Cirilo, entonces, no provino precisamente de su virtud, sino de su inesperada belleza.

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