La embriaguez de Buñuel
- Casa Negra
- 9 jul 2019
- 4 Min. de lectura
Por Iván Lavín.

Toledo, España. 1923.
Un cuerpo oscuro y pesado como sombra camina solo, ensimismado, entre ciudadanos. Todos ellos tienen cara, menos este cuerpo. Todos ven hacia fuera ocultando que están ciegos, pero este es un joven que mira hacia adentro. Es el único que quiere ver, por eso va en sí mismo, guiado por su oscuridad. Todos caminan derecho, pero él camina en zig zag, al ritmo de su obsesión dictada por su cerebro, ahí, donde habita un demonio genio que no obedece a nadie. Al verlo pareciera que no sabe a dónde va, pero sí lo sabe. Toro, bestia oscura, felino profundo, nadie le puede detener ni atrapar, se dirige hacia una taberna ya conocida, como un animal con sed siguiendo la luna de noche. Serio, inmutable, melancólico y pálido, conoce ya su lugar, su rincón de araña venenosa. Entra decisivo pero silencioso, lo sienten, pero nadie quiere verlo a los ojos porque temen ver ahí, en esa pureza negra, sus mentiras reflejadas. Es un hombre tan transparente que se le teme a su abismo. Pasa entre los borrachos invisible como espíritu, pero denso como cueva. Deja caer su cuerpo y su galaxia en el asiento solitario sólo para él, donde ningún otro se atrevería a sentarse. El camarero le lleva inmediatamente su martini, sabe muy bien que este joven odia esperar. La puntualidad es una delicia que excita a los dioses creadores, el fuego no espera, si no se apaga. Mudo, recibe su trago y lo contempla, como el buitre contempla el océano cuando se deja enamorar por su inmensidad. Ahí hay una invitación silenciosa a perderse en el misterio, a entrar donde ningún otro ha entrado. Primero una mirada eterna antes de arrojarse a la eternidad, y disolverse ahí, y quizá no volver. ¿Quién está dispuesto a romper sus muros y salir de su razón? ¿quién tiene tanta rabia de libertad como para romper su mapa y tirar sus remos? Toma el primer trago como un beso al fuego, entonces los diablos entran a la taberna caminando en las paredes y en el techo, se le suben a la espalda y comienzan a lamerle las orejas y hacerle cosquillas en los huevos. Él se deja besar y contempla la fiesta en su cuerpo, los secretos altísimos comienzan a trabajar en su sangre, las cerraduras se rompen y los lobos nacen. El fantasma de la libertad saca su navaja y le corta el ojo; todo se destroza y se derrama, es una masacre limpia, inocente. Al primero que matan es a un viejo vestido de Dios, después, le ordenan matar a su padre y ahorcar a sus hermanas para ir a la habitación de su madre y echarle leche entre sus piernas, declara ante los fieles que la ha purificado, y todas las mujeres la veneran como Virgen, él es un niño que se disfraza de cura, forma a sus amantes y les da la carne de Cristo, ellas al probar su manjar sagrado caen desmayadas y desnudas, con las piernas dobladas sólo portando zapatillas, entonces él, sin remedio, se enamora de sus pies. No hay nada más bello que lo que se oculta, ahí hay que ir, él ve la gran belleza del pecado, nada seduce más que lo prohibido; la
vagina que él mismo cosió para querer descoserla. Hay que crear a Dios para negarlo, porque no hay sonido más delicioso que la ruptura de un cascarón. El escándalo es mejor que el aplauso, porque los hombres sólo aplauden lo que quieren ver, pero gritan cuando se les enseña su interior. Los hombres, sobre todo los bien portados, son bestias escondidas, hay que romperles sus trajes, su moral y sus creencias. Para hacerlos verdaderamente inocentes y libres hay que incendiar las cadenas que aman y respetan. No crean que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer paz, sino espada. Porque he venido a poner en conflicto al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra su suegra. Pero sobre todo, he traído el conflicto del hombre contra sí mismo para su propio espanto. No hay nada más creativo que esta destrucción. Soy el Anticristo, sí, aquel que prometió regresar para liberarlos de su miseria. De repente un ebrio sucio se acerca a su mesa
interrumpiendo este grito infernal, le pide limosna para otro trago, él sin pensarlo le da unas monedas y el vago se aleja feliz. Frenado de su trance, suspira con tristeza religiosa. Por fin alza su mirada y descubre el reino de los hombres; bailan, ríen, se persiguen y se ensucian. Queda fascinado ante esta bestial belleza, un cochinero divertido y no más. Al fin sonríe, es una sonrisa tan limpia que se nota con un rayo de luz entrando en la oscuridad, y todos quedan suspendidos como si hubiera aterrizado un ángel, un ángel exterminador, que desde un cielo lejano les grita: “saluuud”. Entonces los mortales se le acercan emocionados y lo abrazan, le roban su bebida y le lamen su mano, juntan sus mesas y sus sillas y lo cubren con el calor de la embriaguez. Si alguien los viera diría que todo se parece a la última cena del Cristo, sólo que más roja, más olorosa y real. Todos estallan y suenan con fuerza los tambores. Ellos se muerden y pelean por los panes, mientras este joven sigue inmóvil viendo como halcón en un gallinero. No sabemos exactamente qué siente, si está disfrutando o está llorando en silencio. No sabemos si los juzga o los comprende, si los condena o los perdona. ¿Cuánto llevan ahí? en ese ir y venir que enloda todo el piso, ellos no los saben, no
se han dado cuenta, algunos ya vieron la trampa, es una broma mística, pero se callan para no incomodar, aunque poco a poco, como poseídos por un hechizo negro, van perdiendo sus alegrías. Los gritos se van apagando. Como perros cansados se van quedando quietos y profundos. Se escucha un silencio de prisión. Por fin les llega el terror claustrofóbico y se voltean a ver. Ya no hay más ganas de abrazos ni de tragos, se les seca la garganta, se les enfría el corazón. Comienzan a ver lo que no quieren ver y a sentir lo que no quieren sentir. Todos se vuelven un espejo de su repugnancia encerrada. Se está aclarando todo y los verdaderos rostros se comienzan a notar. Es la lentitud del amanecer. El joven sin palabras se levanta y sale del lugar tambaleándose. Después, uno por uno intentan salir, pero una puerta invisible los detiene.
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